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Las personas que estudiamos letras hemos compartido varias experiencias ya. Por ejemplo, el cansancio.
Al inicio de la carrera, sabíamos que éramos los únicos que estudiábamos la licenciatura en letras (o literatura, para que mejor entiendan) en toda la familia, porque las estadísticas así lo dictan: en cada clan habrá un sacerdote, una monja, quien amase millones que le dé la espalda a los parientes pobres y un idealista que se decantará por los libros. Por eso contestábamos con orgullo y honestidad, las primeras veces, cuando el tío más cercano preguntaba la carrera que habíamos elegido. Y con mucha paciencia escuchamos la respuesta típica: «¿Y en qué letra vas? JAJAJAJAJA ¿En la EME? JAJAJA». Otros eran más creativos, y le agregaban que si las letras mayúsculas o minúsculas, o de otros abecedarios (a pesar de que claramente decíamos «letras hispánicas»), o de diferentes tipografías (clásico de estudiantes de diseño). Que si letras de canciones. O sopa de letras. Y así.
Lo que provocó un ligero hartazgo, que a muchos de nosotros se acumuló en las ojeras que ya existían por leer tanto en fotocopias de mala calidad o PDFs pirata con baja resolución (no eran libros electrónicos, sino pinches capturas de pantalla: por eso todos usamos lentes) en los traslados en camión o en el tren cuando íbamos del trabajo a la universidad. Pero si se mareaban al leer en movimiento, como yo, intercambiamos horas de sueño por las de lectura, que luego compensábamos en la primera clase de la tarde, justo cuando el sopor de la comida mal balanceada («La cosa es llenarse» o algo así dice el morrito de Familia de media noche, gran filósofo pragmático de nuestro siglo) pegaba duro en los veranos.
Y, claro está, otra cosa que nos une como egresados de letras, de la universidad que sea, en este país tan cacarizo, es que muchos lo hicimos porque pensábamos que era el camino más corto del punto A al punto Dedicarse a la escritura. Pronto aprendimos que el atajo era un engaño de nuestra vista miope, próxima a empeorar a fuerza de los grecolatinos, los costumbristas y la filología, y que si hubiéramos tenido comprensión lectora lo habríamos descubierto con leer el plan de estudios vigente. Es decir, que al menos en mi caso, la culpa no fue de la institución sino de la aplicante, que asumió muchas cosas y la realidad le demostró lo equivocada que estaba. No sería la primera ni la última vez, para ser honesta.
Aún así, cada vez que alguien me pregunta si eso de estudiar letras es una pérdida de tiempo para quien quiera ser escritora o escritor, tengo que pensarlo un poco mejor. Hace unos diez años (terminé la carrera en 2008, mas no me titulé: no lo digo con orgullo, sino que quiero ser sincera) pensaba que no, que la carrera no había servido de mucho porque no hubo espacio para lo creativo, ni se enfocó a nuevas maneras de aplicar los conocimientos en la fuerza laboral más allá de la docencia del español o la investigación sobre la literatura y la lengua. Hasta es divertido hablar al respecto y reírnos, entre todos los que pasamos por ahí, de nuestras aspiraciones ingenuas y el corazón roto cuando descubrimos que no había una clase de Cigarrilos franceses y whisky II o Taller de miradas de sarcasmo frente a la sección de best-sellers en librerías. Eso lo tuvimos que aprender con métodos autodidactas, o como dicen los chavos: DIY.
Ahora que intento recordar cómo era en ese 2002 cuando ingresé a la carrera y lo que soy mientras escribo esto, tendría que admitir que estudiar letras no es una completa pérdida de tiempo para la gente que desea escribir como profesión, porque a pesar de que era lectora asidua antes de poner pie en uno de los salones más feos del CUCSH, no era una buena lectora. Lo descubrí en una de las clases, cuando al leer un texto tuve problemas para comprender lo que en realidad intentaba decir detrás de su anécdota. Ese recuerdo lo tenía oculto, pero hace poco, una escritora me lo desbloqueó de pronto.

Gracias a la gestión e invitación de los narradores Laura Baeza e Hiram Ruvalcaba, fui parte de una serie de charlas en línea, donde compartí espacio con James Nuño y Claudia Morales para platicar de nuestro trabajo y los traumas de la niñez (porque somos de la generación de los ochenta y porque elegimos la literatura para vivir). Y, tal como lo señaló Hiram, quien dirigió la conversación, los tres éramos egresados de letras. La pregunta era obligatoria: ¿sirve de algo esa licenciatura para escribir? Palabras más, palabras menos (pueden ver la charla completa aquí; la intervención que menciono comienza en el minuto 33:55), Claudia dijo algo así:
«Algo que yo sí quiero mencionar sobre estudiar literatura que yo recuerde que me fue muy importante y significativo, no tanto para escribir, sino para caminar en el mundo, fue aprender a leer poesía (…) Recuerdo que tuve un curso sobre Borges con Germán Dehesa. Íbamos línea a línea leyendo un poema. Y yo no sabía que se podía encontrar tanto en un texto tan pequeño. Y recuerdo ser completamente inocente y completamente ignorante de muchas cosas. Y recuerdo que fue como ver por un microscopio, acercarme a un mundo que se abrió de pronto para mí. Como un zoom a la vida. Y leerlo colectivamente… creo que fue profundamente transformador. Estudies lo que estudies, esperaría que todos tuvieran esa oportunidad en la vida, de sentarse a leer un poema con alguien que pueda enseñarte a cómo ir abriendo todo, o uno o dos niveles, de una lectura».
Y al decir eso último, Claudia gesticulaba como quien abre una caja que está dentro de otra caja que está dentro de otra caja.
No exagero al decir que su comentario fue mi magdalena, mi ratatouille, porque entonces recordé esa clase en la que fui «completamente inocente y completamente ignorante» hasta que alguien más apuntó a lo que debía ser obvio cuando la maestra preguntó de qué hablaba el narrador del cuento. O la ocasión cuando un compañero, semestres arriba de mi generación, me preguntó si me gustaba la poesía y le dije que no, y entonces él dijo que ya encontraría algo que me hablaría directamente y yo lo sentí condescendiente y mamón. Hasta que poco tiempo después tuve una de esas clases, como la de Claudia, en la que leímos con el grupo entero a César Vallejo y «Los heraldos negros» con la dirección de un maestro condescendiente y mamón, claro que sí, pero que en ese momento fue el único que deseaba explicarnos, línea por línea, lo que estaba frente a nosotros. Fue mi primera vez abriendo cajas.
¿Sirve de algo estudiar letras? Sí. ¿Incluso si es para dedicarse a la escritura? No veo por qué no, sobre todo porque para escribir se debe aprender a leer lo que está entre los renglones y los espacios de las letras, detrás de una frase o abajito de un punto y seguido. Leer poesía, ensayo, dramaturgia y hasta crítica literaria, aunque solamente se desee escribir novelas de horror de 500 páginas. Hay que leer lo que te gusta y a veces lo que no. Lo que se acaba de escribir y lo que existe desde hace miles de años. Lo que escribieron aquellas autoras que no tuvieron el marketing que merecían y hasta las pendejadas de los vatos que se publicaron a pesar de ellos mismos (si no, ¿de dónde sacamos los memes para burlarnos de ellos?).
Aprender a leer debería ser obligatorio, se estudie física cuántica o ingeniería en TikTok, pero si el destino es escribir, no hay escape. Y pues si hay oportunidad de hacerlo en una carrera enfocada a eso, tal vez no es tan mala idea enrolarse en letras*.
*Excepto cuando sí es mala idea, así que no me hago responsable.
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